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La pelambre
Soñó con una madre que no era madre
Por admin Publicado en Sin categoría en 20 de marzo de 2021 6 Comentarios 10 min lectura
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— La naturaleza se puede vencer. 

— Sí, señor.

Sebastian Tipito inclinó el rostro en reverencia a su jefe y porque era sumiso. No obstante el Ingeniero Capote insistió,

— Se la puede vencer, sépalo. Es recurrente, es reincidente, pero a la naturaleza se la puede vencer.  

En treinta años trabajando para la forestal Sebastián Tipito nunca había oído a su jefe insistiendo en esta frase. Capote la decía rara vez, cuando se presentaba un inconveniente técnico de gran magnitud, pero no necesitaba repetirla, la decía una sóla vez con tal autoridad que el universo se ponía a su disposición y las cosas se solucionaban en pocas horas. Así, como si hubiese dictado un conjuro mágico inapelable, la naturaleza era vencida. Pero esta vez las cosas eran distintas. Tipito sintió que su jefe quiso reforzar la frase porque ahora no estaba al frente de un acto de magia para chicos sino en medio de un exorcismo. No era para menos. En la inmensidad de la selva que la forestal de Capote desmontaba habían descubierto algo insólito, tan redituable como bestial. 

La llamaban “la pelambre”. Era un cuero, como el de un oso, una cabellera semi enterrada de veintidos mil kilómetros cuadrados al ras de la selva. Un bosque de pelos pardos que medían lo que los árboles más altos de la región. En la pelambre el suelo era de tierra pero no había vegetación, en cambio un ecosistema de insectos, aves, reptiles y mamíferos la poblaba. También una raza de indígenas, paradójicamente calva. La subsistencia dependía enteramente de los pelos, que se alzaban cincuenta metros al cielo arqueándose hacia el noroeste. Los pelos daban albergue a infinidad de bichos que alimentaban a roedores, que a su vez alimentaban a los tigres y a las aves de presa. Estaban recubiertos de un maná aceitoso que los herbívoros lamían y los indígenas preparaban como jalea o mezclaban con arena para usarlo de exfoliante natural. A todos Capote los llamaba piojos. 

Cuando la forestal descubrió que el pelo se podía talar, que el negocio era rentable porque su madera era dúctil pero resistente, emprendió una campaña en la que puso a disposición toda su batería topadoras, procesadoras, multitaladoras y una infantería de hacheros y leñadores con el espíritu de arrasar mil hectáreas en menos de un mes. Capote se puso al frente de la odisea, literalmente al frente: detrás suyo el ejército de hachas y sierras aguardaba la orden. Capote gritó algo así como “¡a la carga mis valientes!” y sonó un enjambre ensordecedor que avanzó dejando una niebla de polvo y aserrín. Y entonces pasó eso esperable que a la vez nadie esperaba. La pelambre tardó menos de un minuto en reaccionar. Así como los caballos se espantan las moscas, con esas sacudidas musculares eléctricas y quizás involuntarias, así la pelambre tembló diez hectáreas y volaron por el aire las máquinas y los hacheros. A pocos kilómetros, en tierra firme, el pueblo de Taipirí tembló. La gente escapó de sus casas y vio en el horizonte la polvareda. Una topadora cayó sobre la municipalidad. Un leñador quedó estampado en el techo de una heladería. 

Esa misma tarde Sebastián Tipito fue a visitar a Capote al hospital. Apenas lo vio, enyesado de pies a cabeza, bajó la vista por dos razones: pensando en los que no habían tenido la suerte de quedar rotos pero vivos, y en falta por no haber estado esa mañana junto a su jefe en la pelambre. Capote respaldó ese último pensamiento con una mirada de reproche, pero luego se olvidó y susurró algo así como:

— Se la puede vencer. Se la puede vencer.

— Sí señor.

Capote tosió débil, como una señorita pensó, entonces tosió de nuevo para corregirse, tosió con bronca y lo único que logró fue escupir flema. Esto lo enervó.

— Sí señor, sí señor, sí señor — se la agarró con Tipito. — Es lo único que sabe hacer. Agacharse. 

— Sí señor, no señor, perdón, yo sólo pienso que quizás, digo, estemos tomando un camino no muy correcto, digo, considerando las bajas humanas, y el daño ambiental, digo, y los indios calvos despojados de su tierra…

— Esos piojos… — gruñó Capote por lo bajo y luego volvió a Tipito —  ¿Qué tierra ni qué ocho cuartos? ¡Deje de mirar p’abajo! ¡hay que tirar para arriba! ¡hay que apuntar alto! ¿Sabía que a Barilati lo vieron pasar desde un avión?

 — Sí señor

— Sí señor, sí señor — se burló Capote — Lo vieron desde la ventanilla de un avión los pasajeros, cruzó las nubes como un perdigón, aferrado a su hacha estaba, todo un símbolo, como el dios Thor, ese que tenía un hacha…

— Un martillo

— ¡Qué importa si tenía un destornillador! ¡Barilati voló alto, fiel, aferrado a su herramienta de trabajo! ¡Deje de mirarse los pies y apunte alto Tipito! 

 — Sí señor

 — ¡Enfermera!

Esa noche Sebastián Tipito llegó a su casa y desempolvó una cajas que guardaba en el placard. Sacó su título de ingeniero electromecánico, unos bocetos arrugados y finalmente encontró unos papeles en blanco, ya amarillos, que le habían sobrado de los tiempos de la facultad. Se sentó frente a la mesa de dibujo y le dio vueltas al asunto siete días y siete noches. Su mamá anciana le traía la comida y las incontables jarras de café. Cuando terminó se fue derecho a la forestal con los planos bajo el brazo.

Caputo estaba sentado tras su escritorio, todo enyesado, pero no se sentía una momia sino un faraón. 

 — Me dicen que faltó durante una semana. — recriminó.

— Si señor. — Tipito inclinó la cabeza y en una reverencia le entregó los planos en los que había estado trabajando.

Poco a poco le fue fue cambiando las hojas y Caputo, complacido, fue entendiendo.  

— ¡Pero esta máquina es una genialidad! — dijo el jefe relamiéndose. Ay Tipito, Tipito. — suspiró y lo miró — Tipito, Tipito. Sebastian Tipito. Mucho nombre para poco tan poco apellido. ¿Nunca pensó en cambiárselo?

¿Al nombre o al apellido? se preguntó esa noche Tipito, mirándose al espejo. 

Entonces pensó en el respeto que se ganaría cuando su máquina se pusiera en marcha, pensó en que ya no lo verían como el que se agacha, pensó también en los indios calvos, despojados primero, desmembrados después. Así se fue a dormir, con una satisfacción amarga. 

      Soñó con una mujer gigante, que tenía la cara de una virgen igualmente maternal, vestida con una túnica que se convertía en raíces como columnas que rugosas penetraban la tierra de una jungla y luego la poblaban. Se vio a sí mismo portando un hacha y vio junto a sus pies un corte sangrante en una de las raíces de la mujer. Tuvo vergüenza de sentir el peso del hacha en su mano, luego lo asaltó un gran pena. 

— ¿Por quién lloras — preguntó la mujer.

Tipito alzó la vista angustiado, sus labios temblaron.

—  No. No la soy víctima. —dijo ella—  Soy un orden. Me pueden vencer, pero al final las víctimas siempre son mías.

Las lágrimas de Tipito retrocedieron a sus lagrimales. Una mueca de decepción en su cara enterneció a la mujer: 

— ¡Oh! —dijo con sorpresa llevándose una mano al pecho. —¿me ves como a una madre? —y sus ojos se volvieron fríos, como los de un tiburón.

La virgen miró curiosa el hacha que le había clavado Tipito y así como quien sale de la bañadera levantó una raíz de la jungla y el pueblo de Taipirí voló por los aires. Luego levantó otra pierna y el planeta entero se cubrió de polvo y de oscuridad.

Las víctimas siempre son mías. 

Así Tipito se despertó.

Tres meses después Caputo lo llamó por teléfono a las diez de la noche. 

— Véngase. 

En el hangar la bestia mecánica lucía descomunal. 

— Esto es obra suya Tipito. — agradeció Caputo —  Tipito, Tipito. ¿Ya se cambió el apellido?

Ambos estaban solos en un pequeño balcón del hangar, bajo sus pies un insecto rasurador de cien metros de largo, provisto de seis cuñas colosales, como patas, que se enterrarían en el cuero de la pelambre. O en la carne. La pelambre podía temblar todo lo que quisiera, pero la rasuradora seguiría rasurando, aferrada con sus cuñas, avanzando lenta pero segura sobre la pelambre, como una calvicie. 

Caputo levantó la punta del bastón al que se aferraba y oprimió un botón paradójicamente verde. La rasuradora se encendió debajo de ellos. Sonó a turbinas de avión y de a poco comenzó a vibrar más potente y más aguda.  A Tipito le causó un temor divino, esa conjunción de admiración, respeto y terror. Caputo estaba excitado: 

 — Mañana doy la orden. Mañana a primera hora. 

Entonces Tipito volvió a mirar las cuñas y  pensó que si a un caballo le molesta una mosca sacude los músculos, a lo sumo, nada más, pero que si le clavan un alfiler da un respingo, levantando patas, polvo y todo lo que haya encima suyo. Quizás hasta sale al galope, pisando todo abajo suyo. 

 — No tendrán tiempo ni de gritar, piojos.— tosió Caputo, como un hombre.    

Tipito dio tres pasos hacia él, que confiado no se agarraba de la baranda del balcón. Abajo las navajas colosales levantaron un viento que los despeinó a los dos. Tipito  se adelantó otros tres pasos, entonces Caputo vio unos ojos que nunca había visto en su vida, ni en Tipito ni en nadie. En seguida entendió la intención. Su mano tembló en el bastón.

— Vamos mi amigo, usted no es así. Usted es naturalmente un pacífico.

Tipito agachó la cabeza y fue como un lamento lo que dijo.

— Yo soy naturalmente un mediocre, señor. Pero la naturaleza se puede vencer.

Tipito estiró los músculos de sus brazos hacia Capote, que no tuvo tiempo ni de gritar. Abajo la aspas sonaron indiferentes.

Solitario en el hangar, Tipito se acordó de la mujer con cara de virgen y ojos de tiburón. Y así vencida, pensó, al final las víctimas siempre son suyas.

(c) Guillermo Galli.-


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