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Último mate de Cristóbal Colón
Somos los porteños. ¿Y usted quién es?
Por admin Publicado en Cuentos en 20 de enero de 2021 14 Comentarios 7 min lectura
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Fue así. Cuando Colón llegó a América no desembarcó en Santo Domingo, sino a orillas de un río ancho que años después bautizarían “De la Plata”. Y no se encontró con indios emplumados ni con cacatúas multicolores, sino con una raza de nostálgicos engominados que se hacían llamar “los porteños”, a quienes ya describía Platón, al igual que a los atlantes, como un pueblo milenario y de costumbres contradictorias. Esto confirma la teoría de que los porteños existen incluso antes de la fundación de Buenos Aires.

   Catorce años después del descubrimiento y en su lecho de muerte,  Don Cristóbal cebábase el que presentía su último mate mientras recordaba la historia del primero, que fue más o menos así:

    Ni bien Colón desembarcó en la costa del Río de la Plata, se separó del resto de la tripulación y se puso a explorar en soledad un desierto de pastizales. Así se le hizo la noche; ya estaba por volver cuando de pronto dio con una aldea sembrada de faroles y callecitas empedradas. En el medio de la aldea divisó un monolito blanco e imponente, como de unos sesenta metros de alto.

    —A éste le deben rendir sacrificios cuando las cosas no van bien —reflexionó.

    Ahí nomás se puso a caminar en busca de nativos. Al rato encontró un grupo de muchachos que silbaban bajito apoyados contra un farol.

    —¿Y ustedes quiénes son?—preguntó Don Cristóbal.

Los muchachos se dieron cuenta de que Colón no era del barrio.

    —Somos los porteños. ¿Y usted quién es?

    —Soy Cristóbal Colón en persona. He leído mucho sobre ustedes, di-cen que son un pueblo melancólico.

    —Es cierto —le respondieron—, pero también nos gusta la milonga y el carnaval. ¿Nos acompaña?

    Don Cristóbal, feliz de poder participar en los rituales autóctonos decidió seguirlos. En el camino aprendió mucho sobre los nativos. Por ejemplo, que todos se llamaban Mario, Anselmo o Carlitos; que vestían ropajes, zapatos y sombreros que le parecieron muy avanzados para su época; que según los comentarios, en la aldea habitaban las mujeres más bellas del mundo. También descubrió la música, cada vez que doblaba en una esquina sus oídos sintonizaban una melodía que lo hacía añorar a los amigos que nunca había tenido, el cafetín al que nunca había entrado, y a la mujer que jamás había besado. Era ésa una extraña sensación de querer llorar un pasado que de hecho le resultaba inexistente. Además, llegó a conocer a Gilberto, un perro callejero que tenía el don de reconocer a los hombres que habían traicionado a sus amigos. Parece que todos los perros tienen esa capacidad, sólo que Gilberto era muy botón y perseguía a los traidores ladrándoles por todo el barrio. 

    De pronto a Colón se le ocurrió indagar:

    —O sea que ustedes son los primeros habitantes de estas tierras —ya se sentía todo un antropólogo.

    —No, no —contestó un porteño—. Los primeros en llegar están unos kilómetros al sur persiguiendo ñandúes con las boleadoras. Nosotros preferimos perseguir mujeres hermosas y morir de pena en un rincón cuando no logramos alcanzarlas.

    —¿Y dónde están esas mujeres? —se apresuró Don Cristóbal.

    —Ahí… todas en sus ventanitas.

    Colón desvió la vista hacia un callejón angosto y pintoresco que no parecía terminar sino en el mismo horizonte. Sobre ambas veredas desfilaban casas de todos los tamaños y colores, en cuyas ventanas y balcones podían verse expectantes a las muchachas más bellas del mundo. Morochas, rubias, pelirrojas, castañas…

    —¡Y eso que he viajado! —pensó Colón sin salir del asombro.

    —Todas se llaman Malena, María o Margarita —le dijeron los muchachos.

    Ahí nomás comenzaron a contarle sus historias con todas. Y como habían empezado a quererlo le revelaron los secretos sobre cómo chamuyarse a cada una. Colón no podía estar pasándola mejor. Todo era mágico y prometedor  hasta  que tuvo la mala suerte de enamorarse de la hermana de uno. La vio allí, entre las demás. No sólo era la más linda, sino que además la muchacha tuvo la adultez, o la picardía, de bajarse de su ventanita y cebarle a Colón su primer mate. Se quedaron mirando largo rato, unidos apenas por una bombilla que iba y venía de los labios de los enamorados. Pero la dicha duraría poco.

    —¿Cuál es tu nombre —se aventuró Don Cristóbal—, Malena, María o Margarita?

    Antes que la piba pudiese responder los muchachos ya venían corriendo en una actitud poco amistosa. Uno de ellos, el hermano de la chica, traía un mate en la mano que sin dar muchas vueltas ofreció a Colón. Resultó que la yerba estaba lavada, un símbolo de desprecio criollo que Don Cristóbal no comprendió sino hasta que se vio perseguido por los muchachos, que enfurecidos le arrojaban cascotes y lo amenazaban agitando sus cuchillos. A la corrida se le sumó Gilberto, el perro delator de amigos traicioneros. Ahí Colón supo que no había nada que hacer. Resignado, corrió lo más rápido que pudo y se internó en los pastizales. Detrás suyo quedaron las luces de los farolitos y las melodías esquineras. Al rato dio un último vistazo para descubrir apenas la punta del gran monolito blanco que se alzaba en medio de la aldea. Luego partió bajo el burlón mirar de unas estrellas que nunca más lo vieron volver.

    Hoy los libros aseguran “Colón murió sin saber que descubrió América”, como si fuese trágico morir ignorando que se encontró aquello que no se buscaba. Que América hoy sea América por un tal Américo, no es motivo para que Don Cristóbal se revuelque en su tumba. Las penas son en vida y al momento de morir, cuando se muere ignorando lo que siempre se quiso saber. Y Colón murió con una pena, la de no saber cómo se llamaba la mujer que le cebó su primer mate. Así fue que en su lecho de muerte encomendó su alma a Dios, y en vez de un último suspiro, guardó el aliento que le quedaba para tomar su último mate y morir pensando en Malena, en María o tal vez en Margarita.

(c) Guillermo Galli

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