Se había puesto como meta llegar hasta el final del arco iris, donde dicen que hay una olla repleta de monedas de oro. Tras siete años desistió, al darse cuenta, confesó luego, que la búsqueda de las monedas de oro era una meta puramente material, que la codicia desacralizaba la causa y le quitaba el favor de los dioses.
Entonces se embarcó en una nueva causa. Se dispuso a contar los granos de arena existentes en todas las playas, areneros, construcciones, peceras, cajitas de hacer pis del gato y relojes del mundo. Pasó veintidós años contando arena en la playa de San Clemente. Hasta que una noche, luego de haber sumado cifras descomunales, sintió la misma impotencia que a sus cinco años, cuando descubrió que sólo sabía contar hasta cien. Consultó a los científicos más renombrados y todos coincidieron en darle la mala noticia: no se habían inventado más números para seguir con-tando granos de arena. Desmoralizado abandonó la causa y juró por su madre que no volvería a enredarse en una empresa de tal magnitud.
Cuando a las dos semanas su mamá falleció, él ya estaba buscando una nueva meta. Compró un marcador Dibujol y se dispuso a probar la redondez del universo trazando una línea que partiera de Bahía Blanca, atravesara las sierras de Córdoba, avanzara hacia el Polo Norte y de allí remontara derecho hacia el infinito para luego volver por el otro lado y desembocar en la Av. Jorge Moore, al sur de la ciudad bonaerense. Pintó cientos de kilómetros sin respetar rutas, ni carteles de propiedad privada ni de cuidado con el perro. Su empeño y valentía lo llevaron a convertirse en el centro de atención de los medios. Muy pronto ganó el apoyo popular y el auspicio exclusivo de Dibujol. Pero las cosas comenzaron a enturbiarse, algunos alcaldes presionaron a la empresa de marcadores para que la línea pasase por ciertas ciudades, aún cuando éstas no formaran parte del itinerario de nuestro amigo. La empresa lo intimidó a desviarse a Amsterdam, Nueva York, Tokio y Londres, en ese orden, esgrimiendo un contrato que él había firmado de la única manera en que podía haberlo hecho, con una línea que cruzaba de punta a punta el documento legal. Resignado desvió su recorrido, esperando ganar cuanto antes el espacio exterior para encauzar su rumbo de una vez por todas. De pronto ya habían pasado dieciséis años. Miró el reloj y tomó conciencia de la finitud del tiempo. Se preguntó si acaso su línea quedaría inconclusa en medio del infinito, y si Bahía Blanca alguna vez lo vería volver por el otro lado. Sin embargo eligió no dar lugar a cavilaciones existenciales. Encaró el marcador y se dispuso a cruzar el Atlántico con rumbo a Canadá para luego subir al Polo Norte. En su paso por Montreal, se enteró de la noticia que acabaría por derrumbarlo: la línea que años atrás había trazado en su paso por Tucumán acarreaba consecuencias funestas. Tucumanos al este y al oeste de la línea reclamaban segregarse. Convertidos en feroces separatistas se trenzaban en una guerra civil donde la disputa era ideológica antes que territorial: ambos bandos querían dejar en claro quién se separaba de quién.
Decepcionado del mundo nuestro cazador de utopías tiró la toalla. Se refugió en una secta de agnósticos que profetizaban el saber mientras profesaban el no saber y pasó sus últimos años en el monasterio, ubicado en las inalcanzables alturas del piso treinta de una torre en Puerto Madero.
Ya en su lecho de muerte, rodeado por sus compañeros de secta, confesó animado que nunca había abandonado la esperanza de alcanzar una quimera que beneficiara a la comunidad científica, o al menos al resto de la humanidad. Así fue que sus últimas palabras expresaron el comienzo de una nueva epopeya. Sin largas despedidas partió rumbo a la eternidad, como quien va a pasar una tarde al Tigre.
Alberto querido, tus amigos te estamos esperando. Rogamos a quién sabe quien, que donde sea que estés, no exista lo que fuere que te haga abandonar tu promesa de volver de la muerte, sólo para contarnos si hay algo en el Más Allá.
(c) Guillermo Galli
Muy lindo cuento. Muy emotivo.