«Noche de paz, noche de amor, todos acá por favor»
Luca Prodan
Noche buena en la casa de la abuela. Son pocos alrededor de la mesa redonda que sacaron al patio. Sobre las cabezas cuelgan las lucecitas de colores que puso el tío José, siempre entusiasta de esos artificios que dice le dan magia a la cena. Pero la magia en serio está por pasar en forma de estrella fugaz, en un cielo aún vacío de cohetes, son las once cincuenta.
— ¡Pedí un deseo, pedí un deseo! —se apura la tía Estela. Les habla a sus sobrinos pero sabe que de a poco todos alzan las caras al cielo. Todos menos la abuela, que mira a los demás. Es una estrella rara, no tan fugaz, atraviesa el cielo despacito y brillante, no es un pájaro, ni es un avión, no es superman y aunque parezca un satélite tampoco es. Ni siquiera un platillo volador. Es una estrella no tan fugaz que pasa lento porque esta vez vino a cumplir deseos en serio y está haciendo tiempo para que todos en la mesa la vean pasar.
Los primitos piden casi al unísono, rápido la tía Flavia les dice que en silencio y cerrando los ojos como si rezaran, aunque en el barullo ya quedó claro que Matías pidió ser astronauta y su hermanito extraterrestre con ovni.
— ¡Pero no cuando sea grande! —insiste Matías— ¡Ahora ahora!
Los otros primos apoyan la exigencia de Matías a los gritos como un pedido de justicia; no están dispuestos a esa sonrisa condescendiente que los mayores ponen cada vez que se les pregunta qué quieren ser de grandes. Esta vez va en serio, aquí y ahora, no en mil años.
Los mayores en cambio ven pasar la estrella en silencio. No es un silencio de voces sino un silencio de adentro. No piden, no porque no crean, sino porque no saben qué pedir. Entonces en la cara del tío Felipe se dibuja la mueca de una sonrisa triste. Sus ojos brillan, un poco por las lucecitas del tío José, otro poco por lo que piensa y después dice.
— Un sueño imposible. Eso quiero.
Los mayores lo miran, lo descubren nostálgico. Acaso menos pacientes que los chicos, buscan de inmediato la estrella y piden un deseo de ayer, para ayer.
La abuela descubre las miradas de todos surcando el espacio, sabe bien que José siempre quiso recorrer el mundo en moto, pero que un día consiguió un buen puesto en el municipio y al final tuvo que elegir. Sabe que José ya no está sentado a la mesa, sino en otro tiempo, tomando otra decisión. Sabe también que Estela no quería hijos, sino chimpancés en Camerún, y que Felipe sí quería hijos, con una mujer que se llamaba Annbjørg, que se volvió a Noruega por una estupidez y él no la siguió. No sabe si Flavia y Roberto se quieren, intuye que no, lo que sí sabe es que ninguno de los dos quería nochebuena en esta mesa redonda, porque con Felipe no se soportan.
Lo primero en apagarse son las lucesitas de José. La abuela las mira, y después las busca, no están ahí colgadas, es probable que tampoco estén guardadas en la moto del tío. Tampoco la moto está, intuye. Y no está José, ni la silla que ocupaba, eso lo ve. Las voces chiquitas y hermosas se apagan, ese barullo mágico ahora no existe, en cambio sí un silencio insoportable que la abuela escucha. Falta el pollo que trajo Estela, porque sin Estela no hay pollo. El pollo es el pollo de Estela, todos los años. Ahora la estrella fugaz va dejando de pasar muy de a poco, si la abuela quiere desahogarse en ese deseo que le está haciendo un nudo en la garganta el momento es este. Pero la abuela se calla, porque no está bien obligar a nadie. Entonces Flavia y Roberto no vinieron y quizás ni siquiera la estén pasando juntos. La estrella termina de pasar, trajo una noche de paz, no sabe si de amor, la abuela, eso no lo sabe.
Así que son las doce ya, hay relámpagos de colores que iluminan el patio, hay repiqueteos de petardos que anuncian como redoblantes un nuevo silencio en el que la abuela cierra los ojos y piensa en un astronauta, en un extraterrestre con ovni, en una mujer tosca que estudia monos en lo profundo del África, en uno que ya es norugego, en dos que se perdieron entre ellos, en otro que se perdió sólo y a propósito en el mundo bello y recóndito. Se pregunta si ya es navidad ahí donde se fueron todos arrastrados por el anzuelo de sus deseos. Entonces desea, pero no pide, que donde quiera que estén pase otra estrella fugaz, y que deseen pedir sentarse juntos de nuevo en torno al pan dulce que preparó ayer a la tarde.
(c) Guillermo Galli