Espejito, espejito, ¿quién es la más bella del reino? Y el espejo no siempre contestaba favorablemente, pero que era sincero era sincero. Un caso de espejo honesto.
Yo tuve uno ante el cual me afeitaba mal y me peinaba en forma desprolija, así y todo el espejo siempre me mentía:
—Quedáte tranquilo que estás bien. Andá nomás a esa cita con la mujer de tus sueños.
Yo iba nomás y me encontraba con que Mireya se asustaba de mi aspecto y hacía conjeturas sobre cómo sería yo cuidando una relación sentimental si no era capaz de una afeitada al ras, ni de peinarme como corresponde.
—Pero Mireya, el espejo…
—A otra con tu espejo. Rompélo. Elegí, el espejo o yo. No cabemos en el mismo baño.
La decisión no fue fácil. Elegir un espejo que siempre me dice que estoy bien, que mi aspecto es inmejorable, que la cara está bien afeitada, que el pelo no se cae, que las arrugas no asoman, o una mujer que con los años se irá sincerando.
Me quedé con Mireya, pero no rompí el espejo para evitar los años de mala suerte. Lo guardé bien guardado.
Después de una década Mireya lo encontró en un baúl. Cuando pensé que vendrían los reproches, la descubrí en el baño escribiendo sobre el espejo con pintalabios que era una diosa, que estaba más joven que nunca, que era la más bella del reino. El espejo, complaciente, no hizo refutación alguna.
(c) Guillermo Galli