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Premonición
No todos los días se descubre que el portero del edificio es un descendiente de los atlantes. 
Por admin Publicado en Sin categoría en 25 de agosto de 2019 0 Comentarios 12 min lectura
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Sé muy bien lo que significa cuando una persona saluda a otra levantando los dedos meñique y anular. Es el saludo de los atlantes. Lo aprendí en un libro sobre los griegos, cuando tenía catorce años. El libro estaba repleto de láminas con fotos de las estatuas helénicas. Me acuerdo que en ese momento, cuando leía acerca del saludo, me palpé el primer grano en la cara. Hasta entonces el acné era algo improbable que sólo veía en mi hermano mayor y que nunca me iba a pasar a mi. Pero pasó,  justo cuando castigaba mi auto-estima hojeando esos cuerpos perfectos en el papel ilustración.

Hoy, veinte años después,  pasaron dos cosas que me hicieron evocar la adolescencia. Cuando me arreglaba el pelo en el espejo del ascensor me descubrí una arruga en la mejilla izquierda. Más bien es un principio de arruga.  Después, cuando cruzaba el hall del edificio, vi con toda claridad a la rubia del 8° “C” saludar al portero con los dedos índice y anular en alto, y a éste devolverle el saludo de la misma forma. Confieso que tardé en evocar el libro de los griegos y su enseñanza. Al principio asocié el saludo a un guiño de complicidad adúltera entre la rubia y el portero. Pero ya en la vereda y a los pocos segundos de iniciado mi trote diario, se hizo la luz.

– ¡El saludo de los atlantes! –recordé.

 Meñique y anular levantados. Así rendían culto los habitantes de la Atlántida a la fatigosa cotidianeidad. Lo aseguraba aquel libro de los griegos, cuando hablaba de Platón y sus historias sobre una ciudad perfecta que se hundió en el mar. Yo le creí. Sobretodo porque en el libro había una hermosa ilustración con los atlantes saludándose. Todavía la tengo en mi memoria y en mi sistema de creencias. Pasaron muchos años desde entonces, de esos tiempos en que leí el libro recuerdo mi cara en el espejo cubierta de granos. Ahora son las doce de la noche veinte años después, frente a un espejo que es otro. La cara tampoco es la misma, pero sí el temor a su destrucción total, como entonces. Es una sola arruga la que amenaza, o mas bien un principio de arruga. Pero esto es así, al principio asoma, luego puebla y mas tarde invade. Habrá que combatirla sin piedad. Mañana. Mañana voy a usar la amenaza de la arruga para trotar. Es increíble cómo ayuda tener una obsesión en mente cuando se trata de hacer aerobics. Es como estar persiguiendo algo con los pies y con la mente. Como el burro a la zanahoria o los galgos al conejo mecánico. Hoy la zanahoria fue el saludo entre el portero y la rubia.

– El saludo de los atlantes. –recordé cuando salí del hall del edificio- ¿Será que tengo dos ciudadanos de la Atlántida como vecinos?

– Imposible –respondí mientras aceleraba el paso- Desaparecieron hace miles de años.

– Pero no todos. Alguien tubo que contar la historia.

– Es cierto. Entonces son descendientes de los atlantes. Tataranietos a la enésima potencia. Qué bárbaro.- Y mis piernas se entusiasmaron en un trote duro y parejo.

Qué bueno fue sentir toda esa sangre renovando las arterias, el aire del parque penetrando en mi cuerpo y limpiando los pulmones, el sudor brotando por los poros y eliminando toxinas a baldazos. Y los músculos, fortalecidos, absorbiendo los nutrientes que una dieta equilibrada les dio y les dará más tarde, antes de que puedan resentirse.  Es casi el secreto de la belleza como meta, y de la inmortalidad como sistema. Así funciona todo. Ésta mañana también corrí pensando en eso. Un barrendero refregaba su escoba por el cordón, mientras que las impurezas caían en la alcantarilla para luego viajar por las venas ocultas y terminar bien lejos de la ciudad. Después una lluvia de verano que enjuaga, un sol radiante que seca, y miles de zapatos al atardecer que sacan lustre a las veredas. Todo se renueva para que todo siga siendo lo mismo. A una estatua le rompieron la nariz. Dicen que vendrá un restaurador que contrató el municipio y hará un trabajo que será la envidia de la cirugía estética.  Lo mismo dicen de una calle que estaba llena de pozos y que ahora está llena de obreros con cascos amarillos que sacan adoquines para rellenar con cemento y asfalto. Tambien pensé en la tierra de la ciudad, que aunque es poca nunca deja de engendrar naranjos para el olfato y rubias veinteañeras para el deleite de los ojos. Ahí estaba una de esas rubias, la del 8 “c”, haciendo sonar sus tacos sobre las baldosas. Caminaba por la plaza hacia la parada del 96. Una mínima aceleración en el trote y logré alcanzarla. Me vio, abrió la boca para decir algo justo cuando yo alzaba mi mano para animarme a practicar el saludo atlante.

– Te averigüé el precio del shampoo para… –comenzó a decir.

Me sentí ridículo cuando se interrumpió al ver mis dedos meñique y anular en alto.

– Ah…- suspiró- ¿vos también?

– ¿Descendiente de los atlantes? –simulé sorpresa- ¡Las ganas!

– ¿Descendiente? – preguntó la rubia sorprendida de verdad.

–  Y claro, descendiente de los sobrevivientes. Se dice que hubo sobrevivientes, de alguna manera la historia le llegó a Platón, ¿no? que después dio vida a la leyenda.

– La Atlántida no es una leyenda.- sentenció la rubia.

-No –me disculpé- por supuesto, yo les creo a los griegos, en todo lo que dicen, siento gran admiración por ellos.

– Es una premonición.

Algo gruñó a nuestras espaldas. La chica sacó un par de monedas adivinando la llegada del 96. Dio media vuelta con el brazo en alto y trepándose al colectivo entregó su cuerpo al trajín urbano. En ese momento planeé volvérmela a encontrar de casualidad cuando llegara del trabajo, pero después me olvidé, y aquí estoy, en la cama contando ovejas rubias que saltan a los colectivos.
Ya es tarde. Mañana será un día largo. Hay que resolver el problema de la arruga. Hay cancelar la cita con el nutricionista y pedir un entreturno con el dermatólogo, alegando urgencia. El cardiólogo también puede esperar; a no estresarse. Un gran problema a la vez. Ya es sabido que el estrés tiene efectos inmediatos sobre el cuerpo,  que a la larga contribuye a su autodestrucción. Eso también lo leí por ahí, o lo escuché, o me imagino yo que debe ser así. Ahora que me acuerdo me lo dijo hace un tiempo Raúl, el portero.  Cuando llegué de correr me lo volví a cruzar en hall del edificio. Estaba hablando con la morocha del 3ro B. Yo no sé que le ven las mujeres a Raúl. Mal vestido, con la piel curtida en lavandina, una calvicie que amenaza con la sequía total y una panza que promete estallar aniquilando todo lo que tenga a su alrededor. Huesos, grasa, vecinas veinteañeras, las vigas del edificio, todo será un recuerdo cuando esa panza entre en erupción.
Mientras caminaba hacia el ascensor sentí los cordones desatados. Agachado sobre mis zapatillas escuché como el portero y la morocha terminaban de conversar. Aproveché mi posición para curiosear de reojo la forma en que se despedían. Pero no hubo índices ni meñiques en alto, solo un murmullo que sonó a un “ta luego”. Ahí me levanté y casi me tropiezo con Raúl, que también se metió en el ascensor. Con un gesto me indicó que me llevaba al noveno. En el espejo cruzamos miradas hasta la incomodidad. Entonces dijo,

– ¡Casi me olvido! llegó una maquina para usted, es como una prensa.

– Es una máquina para trabajar los músculos isquiotibiales –aclaré- Se guarda bajo la cama y además trae reproductor de mp3.

– Ajá… – balbuceó esperando que yo le siguiera hablando del pequeño gimnasio portátil.

– Escuchemé Raul – lo increpé.

El portero abrió los ojos como si repentinamente se hubiese acordado de algo.

– El viernes viene el plomero- se apresuró- le aviso que vamos a tener que cortar el agua…

– Raúl, usted es un atlante ¿no?

Bajó la cabeza descubriendo mis cordones que estaban sueltos otra vez.

– No señor. Nací en Mataderos.

– Bueno, si. Pero usted desciende de los atlantes, no me lo va a negar, es un nieto, un tatara tatara tatara…

– No.

– …nieto de los sobrevivientes…

– No. – meneaba la cabeza.

Me desconcertó. El ascensor ya había llegado al noveno, pero yo estaba apoyado sobre la puerta.

– ¡Vamos! lo deschavé por el saludo que le propinó a la rubia del 8º c.  Hoy a la mañana.

Molesto, se pasó las manos por la cara en un intento de inhibir mi insistencia. Pero ahí me quedé, y entonces soltó,

– Mire, no soy atlante, los atlantes todavía no nacieron. Me gustaría creer que voy a ser el padre, o el abuelo de alguno de ellos, aunque dudo que esa suerte me vaya a tocar a mí.

Los entreveros del tiempo son una de los muchos juegos de la ficción que logran desencajarme. Cuando eso pasa no puedo evitar dar rienda suelta a la ironía.

– ¿En que año estamos Raúl? Ubiquemé. ¿6000 antes de cristo?

Sonrió amablemente y dio un paso al frente esperando a que yo me moviera. Al darse cuenta de que no era mi intención, volvió a pasarse la mano por la cara y dijo algo que empezó en un suspiro.

– La Atlántida no existió, pero va a existir. No sabemos cuando.  No sabemos casi nada. Sólo que algunos de nosotros seremos sus fundadores, o los padres de sus fundadores. Alguien hace muchos siglos predijo todo esto, también predijo que la Atlántida será destruida.  Mientras tanto afinamos nuestras costumbres, nos perfeccionamos, nos preparamos para ser parte de una civilización perfecta.

– ¿Se preparan mucho?

– Con sacrificio.

– ¿Y será perfecta?

– La más perfecta.

– ¿Y será destruida?

– Totalmente. Solo va a quedar la leyenda.

– Qué pena – solté- tanto sacrificio para saber que al final se acaba.

– Que va ser, así es la vida.

Nos bajamos del ascensor y cada uno siguió con su día. 
Ahora son las once de la noche y en la cama todavía hay actividad cerebral. Mientras me palpo la arruga imagino que Raúl y la rubia del 8vo C deben estar metidos en una secta, o algo así.  Es propio de ésta clase de gente andar persiguiendo la perfección y esperar el apocalipsis al mismo tiempo. Cómo si una cosa fuese el apogeo de la otra.  A mi no me convencen. Prefiero creer que la Atlántida ya existió, y que sus habitantes trabajaron para una civilización que no solo creían perfecta, sino también indestructible.
Mis párpados asumen que es hora de cerrar para entregarse al sueño reparador. Pero hay mucho ruido en este cuarto. Las agujas del reloj golpean más fuerte que nunca, una maraña de frases incongruentes taladra mis oídos como un tinitus que amenaza convertirse en un zumbido ensordecedor. También las imágenes hacen ruido. Veo a la  rubia con un arreglo de laureles en el pelo y al portero en una túnica blanca y sandalias. Ambos se gustan. Él admira las curvas del cuerpo femenino,  ella ama esa panza viril que está a punto de estallar. Ambos se saludan como los atlantes, mientras que de a poco van hundiéndose en el mar hasta que por fin desaparecen.
Ahora mi mente le ordena al brazo que se levante y vuelva a llevar la mano a la mejilla izquierda. La arruga sigue ahí, tal vez un poco mas grande que hoy a la mañana. Existe la posibilidad de que salga otra. Algo me dice que ésta noche voy a soñar con eso,  que va a ser un sueño extraño, como una pesadilla, o como una premonición. Me pregunto si lo que sueñe hoy afectará mi día mañana. Ya veremos.

(c) Guillermo Galli

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